1/2/09

CULTURA DE LA MENTIRA

Tengo un amigo de verdad que es un “hombre bueno”. Con eso ya esta sobradamente calificado. No hace falta más. Tan bueno, que ayer recibió la medalla de oro de su profesión precedida por excelso panegírico de la oposición, en tanto la silla del máximo representante local de su partido no solo estaba vacía sino huera. Hace años tuvo una visión quimérica: Ser alcalde de su ciudad para sacarla del subdesarrollo económico, social y moral. Creía que era posible llevar la verdad a la política. Todos le avisamos que un partido político nunca podría vehicular ese proyecto, porque sus líderes no proceden de elecciones internas sino de inconfesables listas cerradas. No hizo caso y fue candidato a Alcalde. Nunca su partido obtuvo tantos votos como con el pero las coaliciones superaron los trescientos votos que le faltaron para arrasar. No fue Alcalde y la ciudad nunca estuvo más cerca de la decencia. Posteriormente fui testigo de la traición a la palabra dada que durante varios años le mantuvo el presidente de su partido -su palabra era arena esmeril-. Todos le avisábamos de las manoletinas que sufría al alimón por parte de ese presidente perdedor siempre en las urnas y el comportamiento evasivo –cuan volátil zaida- del nuevo candidato “impectore”. Verdaderamente mas que ser toreros embestían como morlacos serranos. Pero nunca oímos de mi amigo palabra en contra de sus verdugos. Le hubiera sido fácil hablar y seguro que mi amigo se hubiera retirado. Se hubieran así ahorrado tiempo y estratagemas pero mintieron. Y así lo hicieron porque ya están situados en la cultura de la mentira e imposibilitados para entender que hay hombres buenos en la política. Hablamos en anterior columna que el hombre malo es una involución a la animalidad. Y los morlacos son animales ausentes de capacidad de discernir, ser buenos e inexorablemente destinados al toril. ¡Vaya por Dios!

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